Trágico el derrotero de la Argentina. Hasta ayer era un país con un Gobierno que no tiene moneda. Es decir, tiene moneda, pero no se confía en su valor: nadie atesora pesos por su irrefrenable pérdida de valor. Desde ayer este es también un país con un Gobierno que no tiene palabra. Es decir, sí hay palabra oficial, pero resulta imposible creer en ella porque los hechos la desautorizan hasta el punto de hacer que no valga nada. Legítimamente nada.

Las fotografías que documentan que el mandatario, Alberto Fernández, y la primera dama, Fabiola Yáñez, organizaron y participaron de un festejo junto con al menos una decena de invitados, cuando estaba vigente la cuarentena dura que prohibía las reuniones sociales, pone a la nación frente a una situación inédita: la certeza probada de que el Presidente miente. Y que su Gobierno miente junto con él. No se trata de promesas de campaña truncas, cuyo incumplimiento siempre es culpa de las circunstancias. El país se enfrenta al hecho de que el jefe del Estado, y parte del Estado junto con él, dijeron que no ocurría lo que sí estaba pasando.

Cuando el 1 de agosto se difundieron los registros de visitas a la residencia presidencial, en los cuales figuraban ingresos nocturnos el 2 de abril de 2020 (cumpleaños de Fernández) y el 14 de julio (cumpleaños de Yáñez), el gobernante y su gobierno aseveraron que se trataba en todos los casos de colaboradores de la primera dama que acudían a la residencia por estrictas razones laborales. La agencia de noticias del Estado, Télam, llegó a publicar el año pasado que la pareja del primer mandatario había festejado su cumpleaños “por zoom” dado que el contexto de pandemia. Y dado que su esposo firmaba Decretos de Necesidad y Urgencia disponiendo entre seis meses a dos años de prisión para quienes violasen las restricciones. Y dado que ella filmaba videos diciéndoles a los argentinos “quédate en casa”.

Cuando esta semana se conoció una foto en la que Fernández, Yáñez y cinco personas más aparecían sonriendo para la foto en el cumpleaños de ella, porque ninguno llevaba barbijo ni guardaba el menor distanciamiento social, enmudecieron oficialmente. El Gobierno, de pronto, se quedó sin lengua. Pero las legiones de tuiteros “K” salieron a afirmar, como si de verdad revelada se tratase, que la foto era “trucha”. Que le habían aplicado el “Photoshop” para “agregar” la imagen del Presidente.

Cuando ayer se conoció otra foto de la misma reunión, con los mismos de la primera imagen idénticamente vestidos, y todavía más gente en el cuadro, tuvieron que confesarlo. “Fue un error y un descuido”, minimizó el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero. Y Aníbal Fernández, quien también supo ocupar ese cargo, sostuvo que sólo se trató del “cumpleaños de una esposa” y que el marido no podía tomar la reacción medieval de molerla a palos.

Pero no fue ni un error, ni un descuido, ni un “cumpleañitos”. Fue, en numerosos aspectos, un hecho de verdadera gravedad institucional.

La mentira de la autoridad pública es rayana con el perjurio. Como delito penal, el perjurio consiste en mentirle a la Justicia. Pero como delito político consiste en mentirle al pueblo. Por caso, el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define “perjurio” como “quebrantamiento de la fe jurada”. El 10 de diciembre de 2019, Alberto juró “por Dios, la Patria y sobre estos Santos Evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de Presidente de la Nación. Y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación”.

Hay una centralidad por partida doble en la relación de ese juramento con la mentira presidencial. En primer lugar, allí se encuentran dos clases de moral en un mismo instante. La moral pública, implicada en la patria, y la moral privada, expresada por Dios y la Sagrada Escritura. Ese es, precisamente, uno de  los nudos de esta tragedia argentina: la escandalosa distancia que hay entre la moral pública que pregonan y legislan los gobernantes y la moral privada que practican. El kirchnerismo enarbolaba la bandera de la distribución de la riqueza, pero hacía flamear la concentración del enriquecimiento mediante un meticuloso circuito de coimas de la obra pública, documentado en la causa “Cuadernos de la Corrupción”. Fernández les prohibía públicamente a los argentinos acompañar a sus seres queridos en la agonía, o despedirlos con un sepelio durante la pandemia; pero, privadamente, a su compañera no la privaba del brindis con amigos ni del arreglo floral amoroso.

Dice la Carta Magna por la que juró el Presidente que: "Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados" (artículo 19). El acto privado de violar la prohibición legal de las reuniones sociales en la mismísima quinta presidencial sí ofende la moral pública. Afecta la imagen del país. Y, sobre todo, abofetea a los que se encerraron durante meses, resignando afectos en momentos críticos, y también resignando la posibilidad de trabajar para ganarse dignamente el sustento. Afecta el orden público: ¿quiénes volverán a aislarse después de esto? Y perjudica a terceros: de eso se trata el coronavirus. Su altísima tasa de contagio obliga a la cuarentena para no infectar a los demás. El jefe de Estado podría haber contagiado a otros y estos, a su vez, a otros tantos. O lo que no es menor: él podría haberse contagiado (le ocurrió en abril de 2021), con lo cual habría estado en peligro la salud y la vida del Presidente de los argentinos.

Pero hay un segundo artículo constitucional quebrantado por el mandatario en particular, y por el Gobierno en general. El artículo 16 manda: “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley”. Es decir que la Argentina no es un país estamentario. No hay estamentos sociales donde unos gozan de ciertos derechos que les están vedados a los de las castas inferiores. Sin embargo, esta cuarta experiencia kirchnerista arremete contra esa garantía fundamental y fundacional.

En la Argentina de 2020 no había vacunas para todos los argentinos, pero sí las había para el funcionariado “K” y su parentela. La ministra de Salud, Carla Vizzotti, hizo que sus padres  se vacunaran con las dos dosis a comienzos de ese año, cuando aún hay 6 millones de argentinos esperando el segundo pinchazo. Ni hablar de Carlos Zannini, procurador del Tesoro: él y su esposa se vacunaron haciéndose pasar por personal sanitario. Cuando fue descubierto, dijo que sólo se arrepentía de no haberse tomado una foto con los dedos en “V”, como tantos militantes de La Cámpora que consiguieron inocularse antes que millones de adultos mayores o de menores con comorbilidades.

En la Argentina de 2020 no había posibilidad de despedirse de las personas a las que se ama cuando el covid les llevaba la vida. Aún hoy, 100.000 muertos después, es así. Pero el Presidente si podía regalarle flores con un “Te amo Fabi” a la primera dama, tan rodeada de amigos de la vida y también de Instagram.

Aunque al oficialismo le disguste, está vigente la igualdad ante la ley en este país. Y cuando los que gobiernan actúan en contra de ese principio, están incurriendo típicamente en la figura del abuso de autoridad. Esa es la gravedad del momento argentino. En el país del gobierno sin palabra, era lógico, los abusos necesariamente tenían que aparecer en las imágenes.